Doc.613 nº2

  • 60º aniversario del Cineclub Fas, por Txus Retuerto.

    Txus Retuerto. Escritor. Vicepresidente del Cineclub FAS

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    –Oye, ¿has leído esta noticia?: “El cineclub Fas de Bilbao celebra durante 2013 su 60º aniversario. Sesenta años volcados en el mejor cine de autor y en las propuestas cinematográficas más innovadoras, respetando siempre rigurosamente la versión original. La presencia de numerosas personalidades del séptimo arte invitadas a la sección ‘Diálogos sobre cine’, un debate interactivo con el público asistente desarrollado al terminar las proyecciones, contribuirá a realzar aún más los actos programados para este acontecimiento…”. ¿Tú habías oído hablar de este… –el joven que lee la noticia hace una pausa, como si buscara en su cerebro no se sabe qué infrecuente declaración de propósitos o, simplemente, el significado de alguna palabra desconocida para él– …cineclub?

    –Ni idea.


              Podríamos seguir así, prolongando un ritual previsible de palabras enemigas. Todas las noticias son asépticas, parecen hechas con retazos de un lenguaje sin importarse. Sesenta años es un tiempo suficientemente cortés y nostálgico para constituir un trayecto. Ya casi nadie va al cine, casi nadie es capaz de pronunciar sexagésimo… Pienso en un inventario improvisado de ideas como estas después de asistir a la proyección de la estremecedora y subyugante Melancolía de Lars von Trier. Por supuesto, en pantalla grande: ¿es que puede concebirse una visión del apocalipsis y del fin del mundo en una interface de 7 mm? Por supuesto, en versión original: ¿es que puede concebirse traducido el llanto desgarrador de Claire en la boca de Charlotte Gaingsbourg; el sonido casi inconcebible de la depresión o del nihilismo en los matices infinitos y puñeteros de la interpretación de Kirsten Dunst? ¿Acaso puede doblarse, ¡do-blar-se!, un grito desesperado de borracho, o de loco, o de samurái (en demasiadas ocasiones es lo mismo) en un jidaigeki de Mizoguchi, o de Kurosawa, de Eiichi Kudo o de Takashi Miike?
    Definitivamente, en alguna parte del camino hemos perdido demasiadas cosas…
    …piruetas del bastón de Chaplin; virutillas de sonrisa una tras otra, una tras otra.
              Por supuesto, sin palomitas, ni ningún otro ruido en la sala que estorbe o distraiga la vinculación del espectador con el fenómeno de la catarsis. Leí alguna vez que la manera de percibir imita cada vez más los montajes del buen cine (en el mismo libro se dice: “cuántas cosas empiezan para nosotros en un cine o en un ómnibus”; y sí, pero no es exactamente el que pensáis). Al terminar la proyección, un murmullo de reconocimiento llena el atrio; un chorro continuo de imágenes ahora verbales: retóricas las asociaciones fonéticas, algo kitsch, quizás, el carnaval de metáforas… Los espectadores comentan entre sí las emociones que les ha provocado la colisión de los planetas, en un fenómeno que tiene mucho de comunión social y que sería impensable que se produjese ya en cualquier otro espacio. Se mezclan entre sí Europa, idiotas varios y anticristos; todo es una cuestión de proporciones (y acaso, también a veces, todo es lo mismo). Pero aún no se ha acabado la sesión; tras la proyección, un experto en la obra del autor, tal vez el guionista o el director mismo del film, explicará a los asistentes los espesos silencios de la película, las brillantísimas aristas de sus planos, las cartesianas (o no tanto; no está probado que todo lo sublime tenga que ser cartesiano) comisuras de su narración por las que se cuelan destellos de manierismo, una angustia indescriptible, una ilustre conmoción o la emoción verdadera que provoca siempre una obra maestra. Es ese instante en el que emerge el pálpito de Stendhal; ese momento en el cual el resto del mundo parece no existir o lo imaginamos enfrentándose prosaicamente a cosas tangibles. Y el coloquio que a modo de diálogo mayéutico (o monólogo terapéutico) se establece posteriormente en la sala, en donde cada uno de los espectadores puede entrecerrar los ojos, o comentar sus impresiones (en ocasiones la libertad consiste solo en eso), o compartir sus experiencias y su conocimiento con los demás, nos hará sentirnos a todos más reconfortados, algo más sabios, y puede que hasta un poco más humanos.

    –Mira lo que pone en este cartel: sesenta aniversario del cineclub Fas. ¿Tú lo conocías?
    –A ver qué dan hoy. Metrópolis, de Fritz Lang. Aquí dice que es la primera película considerada Memoria del Mundo por la UNESCO; alemana, del año… 1927.
    –Ostia, tú, ¡qué vieja! Vamos a buscar una de ahora. ¿Tú sabes dónde echan X·men·7?


              Los jóvenes se alejan a su manera estupidiforme. Ya casi nadie va al cine, casi nadie es capaz de pronunciar sexagésimo. Es difícil contestar estructuras políticas o sociales con un traje de chicle, de estulticia o de superhéroe (¿acaso hay alguna diferencia?) en la cabeza… Sigo pensando en la extraña concordancia de ideas como estas después de asistir a la proyección de Metrópolis, esa vieja fábula que, sin embargo, aún podría enseñarles algo (quizá demasiado para lo que sus mentes estén acostumbradas) a esos imberbes descerebrados. Por supuesto, en la misma pantalla grande para la que fue concebida la obra, que, seguro, absolutamente seguro (¿no resulta penoso tener que recordar lo obvio?), no fue pensada para ser contemplada en una pantalla de cristal líquido del tamaño de media cuartilla. Por supuesto, en la versión más perfecta posible; la más aproximada siempre a la versión original de la película: un montaje inédito con música en directo en la sala (¿he dicho ya que se trata del vetusto, algo roñoso pero entrañable, acogedor y encabronadamente querido salón El Carmen?) siguiendo la partitura original del film (o libremente, ¡qué más da!), intentando recuperar el espíritu con el que sus creadores concibieron su obra. Y, al terminar la sesión, una conferencia sobre la influencia de Metrópolis en la historia del séptimo arte nos hará de nuevo a todos un poco más sabios. Puede que también un poco más libres y hasta algo menos disciplinados. Porque contestar estructuras políticas o sociales se hace mejor cuando se conocen bien a fondo los mecanismos.

    –Cineclub Fas. Se-sen-ta-vo aniversario. Hoy: El caballo de Turín, de Béla Tarr. Martes. 19:45 h. El mejor cine de autor en V.O.S.E. ¿Tú sabes qué significa esto de V.O.S.E.?
    –Yo qué sé. Pero vámonos; no tengo ganas de pensar.


             Definitivamente, hoy casi nadie va al cine, casi nadie es capaz de pronunciar sexagésimo. Pienso en si existe una relación directamente proporcional entre estos dos hechos después de asistir (por supuesto, en el Fas) a la proyección de El caballo de Turín, la obra más impactante que mis ojos hayan visto en los últimos años. Y sí, me hace pensar, y estoy agradecido por ello. Me hace pensar en ‘no’, en lo salado del viento, en la realpolitik y en Los campesinos comiendo patatas de van Gogh al mismo tiempo. Y me hace pensar, es lo lógico, en Nietzsche y en que toda historia del ser humano es una historia de extinción, de consumaciones interruptus, pero al menos yo ahora puedo ser consciente de ello, …de esa casi inexistencia que solo la rutina rescata alguna vez para recursos más atentos. Y me hace pensar en que la estética hippie puede ser utilizada como coartada…; y me hace pensar en el eterno retorno de lo mismo y en ese viejo santo en su bosque que no ha oído todavía nada; y me hace pensar en personajes bohemios, tan bobos como ilustrados, de Denys Arcand, Alexander Kluge, Atom Egoyan u Olivier Assayas, o en personajes proletarios, supervivientes y solidarios, de Michael Winterbottom, Aki Kaurismäki, Mike Leigh o Robert Guédiguian. Y en el medio todos esos jóvenes abúlicos, ignorantes de un amplio pasado de iconos visuales en celuloide y modelos alternativos de conocimiento, sometidos a oscuras obediencias digitales, a violentas manifestaciones de lo efímero y de lo hueco…, que no tienen ganas de pensar, que no tienen ganas de pensar. Y tal vez por ello, o por saber pronunciar sexagésimo y por saber escribir Nietzsche, pero, sobre todo, por poder disfrutar de El caballo de Turín (y saber, digo, saber disfrutar de ella), es por lo que afirmo que me siento menos estadístico, más reconfortado y un poco más humano. Y sigo pensando, arrastrando paralelismos, mi convencimiento y un godardiano desprecio (Le mépris, 1963), en si existe una relación directamente proporcional entre pronunciar sexagésimo o Nietzsche con asistir regularmente, todos los martes a la misma hora, a las ocho menos cuarto, al sexagenario pero siempre joven, sorprendente, innovador, orgulloso de su historia, didáctico, entrañable y encabronadamente querido cineclub Fas desde hace treinta años…

    …un tiempo suficientemente cortés y nostálgico para constituir un trayecto.


              Y pienso también en extrañas y “fructíferas transfusiones”, que diría un consocio y buen amigo mío, entre lo que Borges vio en el Aleph y lo que el Nexus 6 vio más allá de la puerta de Tanhausser, y pienso si acaso no vieron ambos lo mismo. Y entonces pienso en el camarote de los hermanos Marx y en todo lo que los cinéfilos hemos podido contemplar en una pantalla grande, y de nuevo me vuelve a la mente el Aleph para concluir también que, acaso, ciertamente todo es lo mismo. Y pienso en la ocurrencia particular de un gesto de Keaton…, o en la naturaleza metafísica de las imágenes de Tarkovski (o en la naturaleza metafísica de un gesto de Keaton, que también puede ser). Y pienso en que el cine puede superar a la literatura, sobre todo cuando los personajes visten la piel de Julie Christie. Y pienso en una Grammatica de grandes dimensiones susurrada al oído de Irène Jacob bajo la música en mi mineur que Preisner compusiera…
              Y pienso en todas las asociaciones sensuales y estéticas que quieras, y en cómo el espacio fílmico ha de totalizar con inteligencia los elementos de una escena… Y pienso en el cuerpo explícito, rotundo, turgente… y turbadoramente flambeado de Gudrun Landgrebe (Die Flambierte Frau, 1983), y pienso en el rostro perfecto y níveo de Isabelle Adjani capturado sádicamente por la cámara de Zulawski (Possesion, 1981); o en esos labios profundos, tan eternos como concretos, inacabables como un slide de Ry Cooder, de Nastassja Kinsky (París, Texas, 1984), o en la mirada exhaustiva, de placer y femme fatale, peligrosa por acorralada, de Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, 1947).

              Y entonces pienso en que, como estas, son infinitas las cosas que el cineclub Fas me ha proporcionado durante una vida, durando como en el cine hasta la última bobina…
    …a través de esa pequeña ranura de delirio que se abre cada martes en una vieja pantalla de cine…

    …y ese apagón total en el que todo, absolutamente todo, estaba esperando…


    …por la que se cuelan las adictivas creaciones de directores de nombres mucho más impronunciables que ‘sexagésimo’…

    …antes de que los conociese nadie, mucho antes de que los conociese nadie, muchísimo antes de llegar a las llamadas salas comerciales…

    …el cineclub Fas me ha dado la oportunidad de descubrir la filmografía de autores como Lars von Trier o Béla Tarr…

    ...pero también Michael Haneke, Kim Ki-Duk, Peter Greenaway, Léos Carax o Gus van Sant...


              …Jim Jarmusch, Emir Kusturica, Krystofz Kieslovski, Wong Kar-Wai, Spike Lee, Manoel de Oliveira, Derek Jarman, Hayao Miyazaki, Albert Serra, Naomi Kawase, Aleksandr Sokurov, David Lynch, Takeshi Kitano, Trán Ann Hung, Nanni Moretti, Apichatpong Weerasethakul, Otar Iosseliani, Vitali Kanevski, Terence Davies, Theo Angelópoulos, Eric Rohmer, Wim Wenders, Werner Herzog, Robert Altman, Alain Tanner o John Waters; como antes fueron Fassbinder,  los hermanos Taviani, Truffaut, Antonioni, Fellini, Dreyer, Bergman, Ettore Scola, Godard o Pasolini (¿no es suficiente para poner en valor la importancia del cineclub Fas en la sociedad bilbaína la letanía de directores cuya obra se ha dado a conocer por primera vez en la Villa en la pantalla del cineclub?), y como antes también, mucho antes de que los conociese nadie, muchísimo antes de llegar a las llamadas salas comerciales, se asomaron por el Fas Huston, Cassavettes, Visconti, Ozu, Renoir, Peckinpah, Bresson o Tourneur.

              …o decir: en él he conocido hombres buenos, mujeres buenas…; en él he conocido una pasión ciega y la verdadera naturaleza del amor, pero también, por desgracia, que el amor es el demonio…; en él he conocido tiempos difíciles, en él he conocido la ley de la calle, en él he conocido conspiraciones de mujeres…; en el cineclub Fas he aprendido que la vida es dulce, que las cosas cambian, que el viento nos llevará…; en el cineclub Fas descubrí un día el secreto de la isla de las focas, y en el Fas descubrí otro día el secreto de las horas del verano, sobre todo a finales de agosto, principios de septiembre; en él he descubierto el elemento del crimen o el principio de la incertidumbre; en él he probado el té en el harén de Arquímedes, el sabor de la sandía y agua tibia bajo un puente rojo; he sentido el olor de la papaya verde, el perfume de Yvonne y el aroma de la existencia a través de los olivos; en él he visto fantasmas, extraños en un tren y pajarracos y pajaritos; pero también he visto la mirada de Ulises, la caída de los dioses y unos ángeles sin brillo; en él he divisado paisajes en la niebla, nubes pasajeras y relámpagos sobre el agua; en él he contemplado la puerta del cielo, el cielo sobre Berlín o el mismísimo cielo líquido…; en él he leído cartas de un hombre muerto, he leído los libros de Próspero y he leído un querido diario; en él he escuchado el grito de todas las cosas, el canto de los pájaros y una agónia y desesperada balada de Narayama; en él he oído la voz de la luna, he oído voces distantes, he oído cantar a las sirenas…; en él me han contado confesiones privadas, historias extraordinarias o cuentos de invierno, de verano y de primavera; en él me encontré un día un mono loco y otro día me encontré con un loco divino como Pierrot; en el cineclub Fas he sentido una corazonada, en el cineclub Fas he sentido vértigo…, en el cineclub Fas he sentido el incomparable placer de la dulce libertad y he sentido nuevamente vértigo…; he sentido una llama en mi corazón; he sentido que el largo día acaba…; he sentido el dulce porvenir

              …o decir: el cineclub Fas me ha dado besos, muchos besos robados a la nouvelle vague, besos mortales, besos a medianoche, besos eternos…; el cineclub Fas me ha dado música, me ha dado nuestra música, me ha dado la música que huele a cipreses y albahaca de Nino Rota o de Nicola Piovani y me ha dado la música excelsa y celestial de Johann Sebastian Bach (Erbarme dich!) fundiéndose en un travelling exquisito sobre La adoración de los magos de Leonardo (Offret, 1986), pero, sobre todo, me ha dado la música de la voz original de todos y cada uno de los actores y actrices que han pasado por su pantalla…

              …o decir: el cineclub Fas me ha dado vida, ¿qué digo?, me ha dado ¡la vida!, me ha dado una nueva vida, me ha dado una vida independiente, me ha dado la vida en cuatro capítulos (o cinco, o seis…, ¿o han sido más de setecientos?); el cineclub Fas me ha dado poesía, una poesía simple como la que se desprende de un pequeño globo rojo o de los albaricoques caídos en el suelo…; el cineclub Fas me ha dado sexo, me ha dado sexo, mentiras y cintas de video; me ha dado un verano con Mónica (¿o fue con Pauline en la playa o con la panadera de Monceau?), o con aquella peluquera cuyo marido

    …y de golpe justamente cuando todo negro… me ha dado un ángel en mi mesa, y un corazón en invierno

    …las luces apagadas y de repente ¡ay! se me vislumbran… los ojos de Jane Greer y los labios densos… profundos e inacabables de Nastassja Kisnky; era tan nítido aquello… tan claro, tan evidente…

    …como crecer en mi sueño el rostro níveo de Isabelle Adjani; el rostro como soñándolo de Julie Christie…

    …para despertar otra vez diciendo besos, música, poesía, una nueva vida, sexo… el cineclub Fas me ha dado; el cineclub Fas me ha dado…

    …piruetas del bastón de Chaplin, virutillas de sonrisa una tras otra, una tras otra…

    …o el cuerpo explícito, rotundo, turgente y turbadoramente flambeado de Gudrun Landgrebe; turbadoramente flambeado…

    …y      dos 
           huevos 
    duros

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